Los niños estaban inconsolables. Mudos de miedo y luchando por contener las lágrimas, se acurrucaban junto a su madre mientras amigos y vecinos preparaban el cuerpo de su padre para la cremación sobre una ardiente hoguera levantada sobre los agrietados y estériles campos cercanos a su casa.
Mientras las llamas consumían el cadáver, Ganjanan, de doce años, y Kalpana, de catorce, se enfrentaban a un futuro sombrío. Aunque Shankara Mandaukar había confiado en que su hijo y su hija tendrían una vida mejor bajo el boom económico de la India, se tienen que enfrentar ahora a un trabajo de esclavos por unos cuantos peniques al día. Sin tierra y sin hogar, se hundirán en lo más hondo.
Shankara, campesino respetado, marido y padre cariñoso, había puesto fin a su propia vida. Menos de veinticuatro horas antes se había bebido una taza de insecticida químico al tener que enfrentarse a la pérdida de sus tierras a causa de las deudas. Se desesperó al no poder devolver una deuda equivalente a las ganancias de dos años. No pudo encontrar solución.
Aún había huellas en la tierra por donde se había retorcido en su agonía. Otros campesinos le miraron –sabían por experiencia que no tenía sentido intervenir- cuando se dobló sobre la tierra, gritando de dolor y vomitando.
Gimiendo, se arrastró hasta un banco situado en el exterior de su sencillo hogar, situado a unas 100 millas de Napgur en la India Central. Una hora después, ya no se oía ruido alguno. Había dejado de respirar. A las cinco de la tarde de un domingo, la vida de Shankara Mandaukar se apagó.
Cuando los vecinos se reunieron para rezar alrededor de la casa familiar, Nirmala Mandaukar, de 50 años, les contó cómo volvió a todo correr de los campos para encontrar muerto a su marido. “Era un hombre afable y cariñoso”, dijo llorando suavemente. “Pero ya no podía más. La angustia mental era demasiado grande. Lo hemos perdido todo”.
La cosecha de Shankara fracasó durante dos años seguidos. Desde luego, el hambre y la pestilencia forman parte de la antigua historia de la India.
Pero la culpa de ha muerte de este respetado campesino la tiene algo más moderno y siniestro: los cultivos genéticamente modificados (GM).
A Shankara, como a millones de campesinos indios, le habían prometido anteriormente insólitas cosechas e ingresos si dejaba de cultivar con las semillas tradicionales y en su lugar plantaba semillas GM. Pero las cosechas fueron un fracaso, y no le quedaron más que fuertes deudas y ningún ingreso.
Por eso Shankara se convirtió en uno de los 125.000 campesinos que se estima se han quitado la vida como consecuencia de la despiadada campaña que ha convertido a la India en un campo de pruebas de los cultivos genéticamente modificados.
Las cifras oficiales del Ministerio indio de Agricultura confirman efectivamente que, conformando una crisis humanitaria inmensa, más de 1.000 campesinos se quitan aquí la vida cada mes.
Gente sencilla, rural, que se está quitando la vida agonizando lentamente. La mayoría ingieren un insecticida, una cara sustancia que les prometieron no necesitarían cuando les coaccionaron para plantar los caros cultivos GM. Al parecer, muchos están masivamente endeudados con los prestamistas locales, habiéndose endeudado hasta las cejas para poder comprar esas semillas GM.
10 libras [*] por 100 gramos de semillas GM, comparado con lo que cuestan las semillas tradicionales: menos de 10 libras por mil veces la cantidad anterior.
EXTRAIDO DE REBELION.ORG